sábado, 24 de febrero de 2007

Pequeña Miss Sunshine

Cómo les gusta a los gringos hablar de ellos mismos. En una comparación con México, premiar mañana a Pequeña Miss Sunshine como Mejor Película sería como darle el Óscar mexicano a Todo el Poder o Un Mundo Maravilloso, que son cintas que intentan hacer una crítica social pero que muchas veces resultan obvias y repetitivas.
Este último punto no es el caso de Pequeña Miss Sunshine, pues en realidad las críticas que hace de la sociedad estadounidense -y en general de cualquiera que viva inmersa en un mundo consumista- son frescas y divertidas (del estilo sarcasmo-humor negro), aunque esto no la salva de seguir siendo una película que abusa de los estereotipos.
La historia trata de una niña que sin ser hermosa consigue pasar a un concurso regional de belleza infantil y su familia debe viajar con ella a California por diversas razones: el abuelo porque es quien la preparó para el certamen, el papá porque todo lo que sea competencia lo ve como un reto, y la mamá simplemente para no decirle que no a su pequeña. Al viaje se les unen otros dos miembros de esta típica familia estadounidense (aunque después de todo no resulta tan típica), el tío, un homosexual que al perder al amor de su vida intenta suicidarse, y el hermano de la niña, un joven de quince años obsesionado con Nietzsche que odia a toda la humanidad, incluyendo a sus propios congénitos.
Durante el trayecto todos ellos van sacando a flote sus más profundos conflictos emocionales, para al final darse cuenta que la familia, aunque no se elige, es quien te apoyará en todo momento.
Suena cursi mi explicación, pero en realidad la película no lo muestra así, salvo por una escena donde todos apoyan a la pequeña Olive en la prueba de talento del concurso.
No niego que la cinta sea buena, que tiene un guión bastante interesante y bien fundado, que resulta divertida con un humor muy inteligente, y que tal vez hasta logre mostrar grandes desequilibrios de las familias disfuncionales de la época actual. Sin embargo, no creo que sea una película para la posteridad, y en ese sentido, el Óscar es un premio que debería, en teoría, reconocer a esas películas hermosa, brillantes, llegadoras, artísticas y creativas.
Es probable que esta cinta gane mañana, porque los gringos como lo dije (y son sus premios, debemos aguantarnos) son los más grandes ególatras del planeta. No importa si una cinta habla mal o bien de ellos, mientras los distinga del resto del mundo como si fueran un modelo o hasta un antimodelo a seguir, preferirán con gozo reconocerla.

(Para mí si no es ésta, ganan las Cartas desde Iwo Jima)

Retumba el viento

El viento golpea la ventana
retumba el vidrio
como un fantasma soplando
aire frío en una oreja.
Adentro no hay sonidos
nada se siente
nada se escucha.
Afuera la vida chilla mortuoria.
Hay música de fiesta
lejos, vulgar, remota.
Cerca sólo el aire
que estremece ramas y hojas.
Un par de perros
muchos ladridos
uno adolorido
otro rabioso
noche eterna de aullidos
siempre, en todas partes.
Una cancioncita pegajosa
un auto lento
un transeúnte indiscreto.
El tren pita
sus llantas gimen entre hierros.
Después, nada se escucha.
Sólo el retumbar del vidrio
un fantasma
soplando en el oído.
La ventana, el murmullo
la melancolía, el silencio.

martes, 13 de febrero de 2007

Martes 13

Para los antirománticos como yo, el 14 de febrero promueve en forma exorbitante todo lo que odiamos en la vida. Cursilerías empalagosas, apodos insufribles, regalos inútiles como peluches y tarjetas, falsedad e hipocresía con personas que ni siquiera son del agrado de uno y que de igual forma se les desea un "feliz día del amor y la amistad".
Pero oh! sorpresa, que un día antes de esta "finísima" celebración, se nos viene encima un martes 13. No soy supersticiosa, pero a algo tengo culpar de mi espantosa, ESPANTOSA, suerte de día.
Desperté como cualquier mañana, con sueño, hambre, flojera y medio embobada, y con una nueva amiga en mi rostro angelical que se asomaba a saludarme. Corrí al espejo porque hasta la cabeza me dolía con aquella protuberancia. Así es, cual puberta, a mí se me acomodaba más aquella frase de "te salió una frente en la espinilla". Tranquila laurita, me dije, no hay nada que el maquillaje no pueda ocultar, así que me olvidé del asunto y me preparé para ir al gimnasio.
Pero oh! sorpresa, que cometí el "costoso" error de dejar mis llaves encerradas en la recámara. Llaves de la entrada, del candado del portón y de mi amado automóvil. Ni modo, me dije, esas cosas le pasan a cualquiera. Así que decidí saltar la reja de mi casa para poder buscar a un cerrajero. ¡Estoy relatando esta historia de milagro!. Descubrí -lo malo fue que ya estando arriba- que ya no tengo la habilidad ni la dulce experiencia de los siete años. Subí valiente hasta el tope de la reja, pero nunca consideré que para bajar necesitaba controlar los nervios y darme la vuelta. Media hora de mi vida aproveché allá arriba para valorar, como nunca, lo hermoso que es tener los pies en la tierra. Cada que intentaba decidirme a bajar, las manos comenzaban a temblarme y me arrepentía. Y ya ni cómo dar marcha atrás a mi aventura. Logré bajar y volver a creer en Dios, las dos cosas al mismo tiempo.
Feliz por mi intrepidez (que nunca volveré a repetir), caminé de mi casa a la Avenida Universidad para encontrar al cerrajero, y ahí, frente a cientos de adolescentes que salían de la Secundaria 4, descubrí que todo era obra del martes 13: el tobillo se me dobló y no pude controlar la fuerza de gravedad. Supongo que mis intentos de sostenerme en pie fueron los que causaron las primeras y más fuertes carcajadas, después, como en cámara lenta, logré caer como bulto al suelo y darme un santo trancazo que no me dolerá tanto como mi dignidad. Me levanté de prisa e intenté no voltear a ver a ninguno de los mocosos desgraciados que se reían sin inhibiciones en mi propia cara. Ni modo, pensé, la culpa la tiene este día.
Y así concluyó mi jornada matutina hasta llegar al trabajo. Cuando creía que en ese lugar podía estar a salvo del karma del martes 13, ciertos conflictos laborales me hicieron darme cuenta que estaba equivocada. Toda una tarde estresante, de malos entendidos, de ilustraciones que no concordaban con los reportajes, de cambios y cambios de esquemas y de espacios, de vueltas, sudor y odios reprimidos.
El saldo fue el siguiente: Una espinilla roja y dolorosa en mi frente, docientos pesos perdidos en el cerrajero, un orgullo dañado por las burlas de los idiotas que hasta gritaron ¡suelo!, y un mail pidiendo explicaciones de por qué Universitarios se mandó tan tarde.
Nunca pensé decirlo, pero espero con ansia el 14 de febrero.

De Ana Karenina a Érika Ortiz

En la novela de Leon Tolstoi, Ana Karenina sufre las consecuencias de sus actos. Sumida en un matrimonio basado en las apariencias y no en un sentimiento que la une a su esposo, Ana se enamora perdidamente de Wronsky, con quien mantiene un romance secreto. Cuando queda embarazada de éste, Ana decide confesarle a Karenin su infidelidad, con lo que consigue el divorcio y una vida nueva -aunque nada aceptada por la sociedad rusa- al lado del que considera el amor de su vida. Ana tiene dos hijos, uno concebido en su matrimonio y una bebé nueva con Wronsky, pero ni el amor de madre es para ella una razón de vivir, así que cuando su amante comienza a ignorarla, Ana no puede soportarlo y en un momento de locura se tira a las vías del tren.
Al parecer esta novela, publicada en 1877, expone un tema que no pasa de moda: la depresión en cualquier época y la necesidad de los seres humanos de sentirse amados. Fue el caso de la hermana de la Princesa Letizia, Érika Ortiz, quien terminó hace unos días con su vida y quien lo hizo, dicen, por no haber superado la separación de su esposo.
Pareciera que los tiempos han cambiado, que historias como la de Ana Karenina o Madame Bovary (quien también decide suicidarse cuando es rechazada por sus amantes) están ya alejadas de la realidad.
Es verdad que en la actualidad las mujeres son más independientes y tienen en la vida otras prioridades además del amor. Si Ana Karenina hubiera vivido en nuestra época, lo mejor que podría haber hecho era rentar una casa, conseguir un trabajo, luchar por la custodia de sus dos hijos y seguir, aunque sola, viviendo el día a día.
Si cuando leí estos dos clásicos de la literatura me pareció inverosímil que las dos mujeres se quitaran la vida por desaires amorosos aún teniendo hijos, me llevé una gran sorpresa al enterarme de la muerte de Érika y de la de Anna Nicole Smith (aunque de ésta todavía no se sabe si fue suicidio), pues también dejaron huérfanos a sus dos bebés. La ficción siempre es superada por la realidad, digo ahora.
El miedo es más grande. No es entonces la sociedad quien juzga y obliga a la gente a actuar de manera impulsiva. No es la falta de libertad la que condena a las personas a elegir una falsa salida. Ahora tenemos apertura de creencias, aceptación a las diferentes formas de vida, libertad de elegir lo que queremos y a quien queremos tan sólo guiados por los sentimientos. Pero nada de esto parece ser suficiente. La depresión, que dicen es el mal de la época, dio un giro de 180 grados.
Si Ana Karenina y Madame Bovary se quitaron la vida por no encajar en una sociedad hermética como la de hace más de un siglo, ahora Érika, y tal vez hasta Anna Nicole, lo hicieron justamente por lo contrario. El vacío se vive igual en cualquier sociedad que no controle los límites y termina muchas veces con las mismas consecuencias.
Yo diría que el mal de la época, como lo estableció Darwin, es la simple selección natural. Ya sea por esclavitud o por tanta libertad, sólo los que sepan manejar su propia existencia permanecerán vigentes en un mundo sediento de tragedia. No hay que darle el gusto.