He aquí un dilema. Conoces a un hombre con el que empiezas una buena conversación, es guapo o simpático y encuentras además cierta química entre los dos (podría ser también un hombre hablando con una mujer, pero sucede pocas veces lo que voy a relatar). Todo parece ir perfecto con el nuevo hombre cuando te suelta una gran verdad que para él es como decir simplemente qué religión profesa: no cree en la fidelidad. Tú tal vez, en ese momento, compartas con él la misma opinión y como suele pasarnos a las mujeres, dejes que diga sus razones y hasta las escuches intentando comprenderlas. En ese momento, claro, no le das mucha importancia pues es un hombre que apenas conoces. Siguen saliendo y de nuevo, como toda mujer, ves la posibilidad de iniciar una relación. Él acepta pero en varias ocasiones, ya sea entre la conversación como no queriendo o directamente, te vuelve a repetir que no cree en la fidelidad porque al fin y al cabo Dios lo hizo un animal salvaje. Está en su instinto, es su justificación. ¿Hasta dónde puedes dejar que llegue esa relación? Miles de ideas pasan por tu mente al principio: a mí no me lo va a hacer, ya está en edad de madurar o de sentar cabeza, es demasiado pronto para preocuparme por eso… Otros pensamientos intentan justificarlo: pues mientras no me dé cuenta, yo también podría serle infiel a él, creo que lo dice pero no lo hace… Las últimas y peores ideas son las que llegan a confundirte: tal vez él tenga razón y los seres humanos sí somos infieles por naturaleza.
Si llega a convencerte ¡felicidades!, entrarás a un mundo donde hay cosas más importantes que la fidelidad, y como le diría Frida Kahlo a Diego Rivera, “puedes serme infiel mientras me seas leal”.
La otra historia es cuando crees que aceptas la situación, pero a la hora de vivirla te das cuenta que el daño es más grande de lo que pensabas. Sufres con la idea de imaginártelo con otra, temes que se haya enamorado de ella y si no fue así y él quiere continuar, vives pensado que algún día eso inevitablemente ocurrirá. Y no digo que en una relación donde los dos creen en la fidelidad esto no suceda, pero es peor saber, como desahuciado, que eso finalmente pasará.
Es antes de iniciar algo con esa persona, supongo, cuando debes tomar la decisión de qué tanto se ajustará en tu vida una cuestión como la infidelidad. No es que nunca vaya a sucederte o que existan el hombre o la mujer perfectos que nunca sean infieles, pero tampoco se trata de poner ciertas expectativas en un hombre que usa la infidelidad como estandarte.
Un hombre que es infiel frecuente, lo hace y después no se da golpes de pecho. Es como llevar a un cristiano fanático a un templo budista y querer imponerle otro credo. Es probable que el cristiano llegue a considerar que algunas ideas de los budistas son buenas, pero en el fondo su verdadera creencia sigue siendo Jesús como el Mesías.
Así un infiel que escuche las razones por las que deseas que no caiga en el adulterio podrá decirte que lo acepta, pero su ideología seguirá siendo: “estoy en lo correcto, la fidelidad no es necesaria”.
Que si es o no es una cuestión inevitable e instintiva. No lo creo, por algo somos seres racionales. Todo está en el concepto que tengamos de la fidelidad. Si nos resulta atractiva porque nos gusta experimentar o si no la aceptamos porque sabemos que en esas situaciones alguien termina sufriendo. Que si se trata de aguantarnos como si fuera una dieta estricta, sí, tal vez, pero siempre hay que pensarlo antes de hacer algo que pueda afectar a otro en sus sentimientos, su confianza o hasta su salud: más del 70 por ciento de las mujeres han tenido, tienen o tendrán el Virus del Papiloma Humano (que provoca cáncer en la matriz) y la principal causa de transmisión es la sexual. Más del 50 por ciento de las mujeres infectadas con el VIH son esposas y madres de familia que se contagiaron porque su esposo les transmitió el virus.
Lo siento, pero sí creo en la fidelidad porque es cuestión de decisión y responsabilidad. Los hombres son fieles al trabajo o hasta a un equipo de futbol, así que su teoría del instinto no sustenta nada.
miércoles, 4 de abril de 2007
martes, 13 de marzo de 2007
José Emilio Pacheco
El viernes habrá en el Icocult una lectura de poemas con José Emilio Pacheco (eso si no se suspende como otros eventos...) Aprovechen los que puedan ir a verlo.
I
Que otros hagan aún / el gran poema / los libros unitarios / las rotundas / obras que sean espejo / de armonía. / A mí sólo me importa / el testimonio / del momento que pasa / las palabras / que dicta en su fluir / el tiempo en vuelo.
Que otros hagan ese gran poema, mientras José Emilio Pacheco fragua en el papel una guerra para combatir los demonios de la condición humana. Mientras él con su poesía escudriña los recovecos del alma, de la vida, de la muerte, de sus propios temores y regocijos.
Porque así es la poesía de Pacheco: íntima pero universal, sencilla pero enigmática, sin léxicos rebuscados, pero con pensamientos -entre líneas- indescifrables.
Su obra, mucho más prolífera en la poesía que en la prosa, la traducción y la investigación literaria, ha significado para muchos críticos una provocación de descubrir todo aquello que esconden sus letras.
Al escritor Mario Benedetti lo sorprende ese empeño de la crítica, esa terca búsqueda que pretende comprender cada verso del poeta.
"Para la crítica literaria la poesía de José Emilio Pacheco ha supuesto siempre una tentación de interpretación. Acicate más bien curioso, si se tiene en cuenta que el poeta mexicano ha usado siempre un lenguaje diáfano, de fácil captación... ¿Por qué entonces su poesía deja tanto espacio para la interpretación?".
En el "Ensayo sobre la poesía de José Emilio Pacheco", que redactó el escritor uruguayo para el libro "La Hoguera y el Viento, José Emilio Pacheco ante la Crítica" (Era, 1999), Benedetti atribuye este desafío a la capacidad del poeta de tocar fibras íntimas.
"En la poesía de Pacheco se hacen presentes, o simplemente transcurren, dudas, alusiones, sueños heterodoxos (siempre más cercanos a la pesadilla que al ensueño), textos ajenos, experiencias propias.
"Por otra parte se trata esta vez de un poeta sin soberbia, que no padece inhibiciones a la hora de confesar que no siempre alcanza a decir lo que quiere (Y no es esto / lo que quise decir. Es otra cosa.)".
II
Mi único tema es lo que ya no está / y mi obsesión se llama lo perdido / mi punzante estribillo es nunca más / y sin embargo amo este cambio perpetuo / este variar segundo tras segundo / porque sin él lo que llamamos vida / sería de piedra.
Entonces, ¿cuál es ese "algo" en la poesía de José Emilio Pacheco que obliga a la reflexión? Quizá sea el poeta imponiéndole un reto a la misma poesía.
"Este escritor pertenece a una generación literaria que ha enfrentado una preocupación genuina por los límites y transformaciones de la poesía contemporánea. Preguntarse por la naturaleza del poema no es hacer poesía sobre la poesía, sino indagar en su misma razón de existir", afirma el escritor Jorge Fernández Granados ("La Fábula del Tiempo. Antología de la Obra Poética de José Emilio Pacheco", Era, 2005).
Y al cuestionarse sobre la función del poeta, considera Benedetti, la astucia domina la obra de Pacheco, aunque siempre con auténtica franqueza.
"Hay en Pacheco un recurrente cuestionamiento de su función como poeta y aún de la condición básica, insustituible de la poesía. Y todo ello expresado con tal sinceridad, que no despierta en el lector ni siquiera la mínima sospecha de que acaso se trata de una hábil máscara autocrítica.
"Al fin y al cabo, el poeta se cuestiona a sí mismo, entre otras cosas porque lo cuestiona todo: el mundo, la vida, el poder, la muerte. Precisamente, el gran atractivo de esta obra poética es su constante bucear, con palabras conocidas, en lo desconocido".
Durante más de 40 años, Pacheco (México, 1939) ha explorado con sus versos el mundo interior y exterior; ha intentado además convivir con la existencia sin buscar verdades absolutas, lo que para otros resulta frustrante.
Su trabajo significa para él, si bien con humildad, su forma más grande de fortaleza espiritual.
"Con todo lo que pasa en el País y en el mundo se necesitaría mucha indiferencia o mucha insensibilidad para decir que uno es absolutamente feliz. En el caso de mi trabajo, tengo todo el respeto por mis textos pero no tengo el menor respeto por mí mismo y eso me permite modificarlos para hacerlos más claros", dijo en una entrevista en el 2000.
"Luego, 40 años después veo que he hecho en la vida lo que deseaba realizar, algo que sí es un motivo de satisfacción. Es decir, nada me apartó en ese lapso de lo que yo quería hacer cuando tenía 18 años."
Para encontrar esa estabilidad, que requiere además mantener la pasión viva por el oficio, José Emilio Pacheco ha debido recorrer un camino de autoexploración.
Si bien Fernández Granados considera que su obra ha transitado por diversas etapas, no relaciona este proceso con una mayor o menor madurez en el trabajo del escritor.
"Son más bien estrategias discursivas que el poeta ha explorado para alcanzar una muy notable riqueza de tonos. Por otro lado, es muy difícil señalar un momento o libro en el que pueda consignarse una cima definitiva de madurez, pues cada uno de sus libros, casi sin excepción, contiene numerosas piezas impecables", expresa.
Benedetti, por otro lado, señala que a partir de los poemarios "No me Preguntes Cómo Pasa el Tiempo" (1969), "Irás y no Volverás" (1973) y "Desde Entonces" (1980), el escritor afina y fortalece su capacidad de cuestionamiento, e incluso la expande a zonas de preocupación y compromiso social.
"Sin abandonar su desgarradora militancia contra la muerte, sino más bien consolidándola, Pacheco denuncia además la otra flagrante injusticia: la que puede ejercerse desde el poder, cruento o incruento, mudable o inmanente", dice en su ensayo.
Y su poesía, coincide Fernández Granados, seguirá estando vigente por esa búsqueda de respuestas sobre la existencia.
"Perdurará porque toca la raíz ancestral de la verdadera poesía de todos los tiempos: las grandes preguntas sobre la condición humana", dice el escritor y también poeta.
III
Soy y no soy aquel que te ha esperado / en el parque desierto una mañana / junto al río irrepetible en donde entraba / (y no lo hará jamás, nunca dos veces) / la luz de octubre rota en la espesura.
La obra de José Emilio Pacheco, quien además de poeta y traductor ha sido catedrático, periodista e investigador cultural, es reconocida ya en todo el mundo literario.
Ha sido galardonado con premios internacionales que han evidenciado su valioso camino por las letras, como el José Donoso (2001), el Octavio Paz (2003), el Ramón López Velarde (2003), el Alfonso Reyes (2003), el Pablo Neruda (2004), y en el 2005, el prestigiado premio de poesía Federico García Lorca, entre otros.
El viernes, el Instituto Coahuilense de Cultura le rendirá un homenaje a su trayectoria, aunque el poeta ha dicho en diversas ocasiones que su obra no ha trascendido fronteras.
"Estoy muy lejos de eso. Tengo unos cuantos lectores (y yo diría que en particular lectoras) en algunos lugares, pero es producto de la amistad: estoy muy lejos de ser conocido por el público lector en España y en Hispanoamérica", dijo cuando recibió el García Lorca.
Autodidacta en su profesión, Pacheco ha publicado, además de su obra en prosa, los poemarios "Los Elementos de la Noche" (1963), "El Reposo del Fuego" (1966), "No me Preguntes Cómo Pasa el Tiempo" (1969), "Irás y no Volverás" (1973), "Islas a la Deriva" (1976), "Desde Entonces" (1980), "Trabajos en el Mar" (1983) y "El Silencio de la Luna", poemas de 1985 a 1996.
En el homenaje que se le realizará en la Ciudad, Fernández Granados considera que hay ciertas virtudes del escritor y de su obra que deberán distinguirse.
"Entre varias más, por supuesto, hay dos que me parecen dignas de destacarse en este escritor: su vastísima cultura y versatilidad literaria, que ha abarcado prácticamente todos los géneros y los estilos del presente; asimismo, su intachable ética humana, demostrada una y otra vez en cada detalle y en cada página de su obra", expone.
Benedetti resume la importancia de la obra de Pacheco diciendo que las innumerables interpretaciones sobre su poesía son posibles porque su nivel literario es excelente.
"La poesía de José Emilio arropa la vida con el aliento de un héroe filosófico. Héroe, por supuesto, a pesar de sí mismo. Su poesía es coloquial, quién puede dudarlo, pero lo cierto es que dialoga con la porción más veraz, más cuestionadora y por fortuna más humana de nosotros mismos. 'Irás y no volverás', nos dice y se dice a sí mismo con escepticismo y determinación. Por supuesto, no volveremos, pero mientras vamos, sigamos su consejo: empuñemos la antorcha del fuego y prendamos fuego al desastre. Sólo así, mortales como somos, dejaremos constancia de nuestra expresa voluntad de no morir".
I
Que otros hagan aún / el gran poema / los libros unitarios / las rotundas / obras que sean espejo / de armonía. / A mí sólo me importa / el testimonio / del momento que pasa / las palabras / que dicta en su fluir / el tiempo en vuelo.
Que otros hagan ese gran poema, mientras José Emilio Pacheco fragua en el papel una guerra para combatir los demonios de la condición humana. Mientras él con su poesía escudriña los recovecos del alma, de la vida, de la muerte, de sus propios temores y regocijos.
Porque así es la poesía de Pacheco: íntima pero universal, sencilla pero enigmática, sin léxicos rebuscados, pero con pensamientos -entre líneas- indescifrables.
Su obra, mucho más prolífera en la poesía que en la prosa, la traducción y la investigación literaria, ha significado para muchos críticos una provocación de descubrir todo aquello que esconden sus letras.
Al escritor Mario Benedetti lo sorprende ese empeño de la crítica, esa terca búsqueda que pretende comprender cada verso del poeta.
"Para la crítica literaria la poesía de José Emilio Pacheco ha supuesto siempre una tentación de interpretación. Acicate más bien curioso, si se tiene en cuenta que el poeta mexicano ha usado siempre un lenguaje diáfano, de fácil captación... ¿Por qué entonces su poesía deja tanto espacio para la interpretación?".
En el "Ensayo sobre la poesía de José Emilio Pacheco", que redactó el escritor uruguayo para el libro "La Hoguera y el Viento, José Emilio Pacheco ante la Crítica" (Era, 1999), Benedetti atribuye este desafío a la capacidad del poeta de tocar fibras íntimas.
"En la poesía de Pacheco se hacen presentes, o simplemente transcurren, dudas, alusiones, sueños heterodoxos (siempre más cercanos a la pesadilla que al ensueño), textos ajenos, experiencias propias.
"Por otra parte se trata esta vez de un poeta sin soberbia, que no padece inhibiciones a la hora de confesar que no siempre alcanza a decir lo que quiere (Y no es esto / lo que quise decir. Es otra cosa.)".
II
Mi único tema es lo que ya no está / y mi obsesión se llama lo perdido / mi punzante estribillo es nunca más / y sin embargo amo este cambio perpetuo / este variar segundo tras segundo / porque sin él lo que llamamos vida / sería de piedra.
Entonces, ¿cuál es ese "algo" en la poesía de José Emilio Pacheco que obliga a la reflexión? Quizá sea el poeta imponiéndole un reto a la misma poesía.
"Este escritor pertenece a una generación literaria que ha enfrentado una preocupación genuina por los límites y transformaciones de la poesía contemporánea. Preguntarse por la naturaleza del poema no es hacer poesía sobre la poesía, sino indagar en su misma razón de existir", afirma el escritor Jorge Fernández Granados ("La Fábula del Tiempo. Antología de la Obra Poética de José Emilio Pacheco", Era, 2005).
Y al cuestionarse sobre la función del poeta, considera Benedetti, la astucia domina la obra de Pacheco, aunque siempre con auténtica franqueza.
"Hay en Pacheco un recurrente cuestionamiento de su función como poeta y aún de la condición básica, insustituible de la poesía. Y todo ello expresado con tal sinceridad, que no despierta en el lector ni siquiera la mínima sospecha de que acaso se trata de una hábil máscara autocrítica.
"Al fin y al cabo, el poeta se cuestiona a sí mismo, entre otras cosas porque lo cuestiona todo: el mundo, la vida, el poder, la muerte. Precisamente, el gran atractivo de esta obra poética es su constante bucear, con palabras conocidas, en lo desconocido".
Durante más de 40 años, Pacheco (México, 1939) ha explorado con sus versos el mundo interior y exterior; ha intentado además convivir con la existencia sin buscar verdades absolutas, lo que para otros resulta frustrante.
Su trabajo significa para él, si bien con humildad, su forma más grande de fortaleza espiritual.
"Con todo lo que pasa en el País y en el mundo se necesitaría mucha indiferencia o mucha insensibilidad para decir que uno es absolutamente feliz. En el caso de mi trabajo, tengo todo el respeto por mis textos pero no tengo el menor respeto por mí mismo y eso me permite modificarlos para hacerlos más claros", dijo en una entrevista en el 2000.
"Luego, 40 años después veo que he hecho en la vida lo que deseaba realizar, algo que sí es un motivo de satisfacción. Es decir, nada me apartó en ese lapso de lo que yo quería hacer cuando tenía 18 años."
Para encontrar esa estabilidad, que requiere además mantener la pasión viva por el oficio, José Emilio Pacheco ha debido recorrer un camino de autoexploración.
Si bien Fernández Granados considera que su obra ha transitado por diversas etapas, no relaciona este proceso con una mayor o menor madurez en el trabajo del escritor.
"Son más bien estrategias discursivas que el poeta ha explorado para alcanzar una muy notable riqueza de tonos. Por otro lado, es muy difícil señalar un momento o libro en el que pueda consignarse una cima definitiva de madurez, pues cada uno de sus libros, casi sin excepción, contiene numerosas piezas impecables", expresa.
Benedetti, por otro lado, señala que a partir de los poemarios "No me Preguntes Cómo Pasa el Tiempo" (1969), "Irás y no Volverás" (1973) y "Desde Entonces" (1980), el escritor afina y fortalece su capacidad de cuestionamiento, e incluso la expande a zonas de preocupación y compromiso social.
"Sin abandonar su desgarradora militancia contra la muerte, sino más bien consolidándola, Pacheco denuncia además la otra flagrante injusticia: la que puede ejercerse desde el poder, cruento o incruento, mudable o inmanente", dice en su ensayo.
Y su poesía, coincide Fernández Granados, seguirá estando vigente por esa búsqueda de respuestas sobre la existencia.
"Perdurará porque toca la raíz ancestral de la verdadera poesía de todos los tiempos: las grandes preguntas sobre la condición humana", dice el escritor y también poeta.
III
Soy y no soy aquel que te ha esperado / en el parque desierto una mañana / junto al río irrepetible en donde entraba / (y no lo hará jamás, nunca dos veces) / la luz de octubre rota en la espesura.
La obra de José Emilio Pacheco, quien además de poeta y traductor ha sido catedrático, periodista e investigador cultural, es reconocida ya en todo el mundo literario.
Ha sido galardonado con premios internacionales que han evidenciado su valioso camino por las letras, como el José Donoso (2001), el Octavio Paz (2003), el Ramón López Velarde (2003), el Alfonso Reyes (2003), el Pablo Neruda (2004), y en el 2005, el prestigiado premio de poesía Federico García Lorca, entre otros.
El viernes, el Instituto Coahuilense de Cultura le rendirá un homenaje a su trayectoria, aunque el poeta ha dicho en diversas ocasiones que su obra no ha trascendido fronteras.
"Estoy muy lejos de eso. Tengo unos cuantos lectores (y yo diría que en particular lectoras) en algunos lugares, pero es producto de la amistad: estoy muy lejos de ser conocido por el público lector en España y en Hispanoamérica", dijo cuando recibió el García Lorca.
Autodidacta en su profesión, Pacheco ha publicado, además de su obra en prosa, los poemarios "Los Elementos de la Noche" (1963), "El Reposo del Fuego" (1966), "No me Preguntes Cómo Pasa el Tiempo" (1969), "Irás y no Volverás" (1973), "Islas a la Deriva" (1976), "Desde Entonces" (1980), "Trabajos en el Mar" (1983) y "El Silencio de la Luna", poemas de 1985 a 1996.
En el homenaje que se le realizará en la Ciudad, Fernández Granados considera que hay ciertas virtudes del escritor y de su obra que deberán distinguirse.
"Entre varias más, por supuesto, hay dos que me parecen dignas de destacarse en este escritor: su vastísima cultura y versatilidad literaria, que ha abarcado prácticamente todos los géneros y los estilos del presente; asimismo, su intachable ética humana, demostrada una y otra vez en cada detalle y en cada página de su obra", expone.
Benedetti resume la importancia de la obra de Pacheco diciendo que las innumerables interpretaciones sobre su poesía son posibles porque su nivel literario es excelente.
"La poesía de José Emilio arropa la vida con el aliento de un héroe filosófico. Héroe, por supuesto, a pesar de sí mismo. Su poesía es coloquial, quién puede dudarlo, pero lo cierto es que dialoga con la porción más veraz, más cuestionadora y por fortuna más humana de nosotros mismos. 'Irás y no volverás', nos dice y se dice a sí mismo con escepticismo y determinación. Por supuesto, no volveremos, pero mientras vamos, sigamos su consejo: empuñemos la antorcha del fuego y prendamos fuego al desastre. Sólo así, mortales como somos, dejaremos constancia de nuestra expresa voluntad de no morir".
domingo, 4 de marzo de 2007
El reto de aceptar a los demás
Mahatma Gandhi promovió siempre el respeto entre los seres humanos y la tolerancia a las creencias de los demás: “Puesto que soy imperfecto y necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles remedio”.
Otros políticos, pensadores o filósofos han señalado también que la diversidad de pensamientos merece ser aceptada por la humanidad. El propio Benito Juárez lo dejó muy claro en una máxima que se aplica en cualquier aspecto de la vida: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.
La realidad, desgraciadamente, dista mucho de ver cumplidas estas buenas intenciones. Cada cabeza es un mundo y como tal, cada mundo defenderá su verdad como única. Las personas van logrando, con el paso de los años y las experiencias, hacerse de una identidad que las diferencie de los demás. Van delimitando sus preferencias, sus necesidades y su forma de satisfacerlas. Deciden en qué creer, en quién confiar, en qué trabajar, a quién amar. Eligen a sus amistades, adoptan ciertas costumbres y circulan por la vida anunciando que lo saben todo, o por lo menos, todo lo que las define como seres individuales. Admiro a esta gente, lo reconozco, porque es preferible saber lo que no quieres en la vida, aunque no sepas todavía hasta dónde buscas llegar. Pero, ¿qué pasa cuando estas personas quedan atrapadas en el egocentrismo y consideran que sólo su manera de pensar, de creer y de sentir es la correcta? ¿qué sucede cuando todos, alguna vez, en nuestro afán por defender lo que elegimos (que para nosotros es lo único correcto) juzgamos y pisoteamos las ideas o sentimientos de los demás?
Las corrientes ideológicas que no respetan ni consideran otros puntos de vista son las que tienen al mundo sumido en una constante guerra de identidades. Países grandes y chicos han visto morir a sus habitantes porque no aceptan la diversidad de religiones; políticos cegados por el poder creen que pueden -y merecen- controlar al mundo y a cuanto ser humano se encuentre en él.
Pero hay casos más específicos y cercanos a cualquier mortal, que se dan en un mismo trabajo, con un mismo grupo de amigos o en la familia, donde es cansado lidiar con las ideas “correctas” de los demás. Resulta desgastante que la gente siempre busque un motivo -una elección de mal gusto, un comentario “políticamente incorrecto”, una acción fuera de lugar o una decisión errónea- para desacreditar a alguien, como si estuviera esperando el momento preciso para señalar que esa persona no es digna del aprecio de los demás.
¡Vivan y dejen vivir, señores! No hay nada mejor que disfrutar la infinita cantidad de opiniones y formas de pensar de los seres humanos. Hay que aceptar a cada individuo, si deseamos su presencia en nuestra vida, sin juzgarlo ni intentar hacerlo cambiar. Y si saben que les será difícil convivir con alguien que posee ideales muy diferentes a los suyos, respétenlo, y con una sonrisa, aléjense sin hacer ningún daño.
Otros políticos, pensadores o filósofos han señalado también que la diversidad de pensamientos merece ser aceptada por la humanidad. El propio Benito Juárez lo dejó muy claro en una máxima que se aplica en cualquier aspecto de la vida: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.
La realidad, desgraciadamente, dista mucho de ver cumplidas estas buenas intenciones. Cada cabeza es un mundo y como tal, cada mundo defenderá su verdad como única. Las personas van logrando, con el paso de los años y las experiencias, hacerse de una identidad que las diferencie de los demás. Van delimitando sus preferencias, sus necesidades y su forma de satisfacerlas. Deciden en qué creer, en quién confiar, en qué trabajar, a quién amar. Eligen a sus amistades, adoptan ciertas costumbres y circulan por la vida anunciando que lo saben todo, o por lo menos, todo lo que las define como seres individuales. Admiro a esta gente, lo reconozco, porque es preferible saber lo que no quieres en la vida, aunque no sepas todavía hasta dónde buscas llegar. Pero, ¿qué pasa cuando estas personas quedan atrapadas en el egocentrismo y consideran que sólo su manera de pensar, de creer y de sentir es la correcta? ¿qué sucede cuando todos, alguna vez, en nuestro afán por defender lo que elegimos (que para nosotros es lo único correcto) juzgamos y pisoteamos las ideas o sentimientos de los demás?
Las corrientes ideológicas que no respetan ni consideran otros puntos de vista son las que tienen al mundo sumido en una constante guerra de identidades. Países grandes y chicos han visto morir a sus habitantes porque no aceptan la diversidad de religiones; políticos cegados por el poder creen que pueden -y merecen- controlar al mundo y a cuanto ser humano se encuentre en él.
Pero hay casos más específicos y cercanos a cualquier mortal, que se dan en un mismo trabajo, con un mismo grupo de amigos o en la familia, donde es cansado lidiar con las ideas “correctas” de los demás. Resulta desgastante que la gente siempre busque un motivo -una elección de mal gusto, un comentario “políticamente incorrecto”, una acción fuera de lugar o una decisión errónea- para desacreditar a alguien, como si estuviera esperando el momento preciso para señalar que esa persona no es digna del aprecio de los demás.
¡Vivan y dejen vivir, señores! No hay nada mejor que disfrutar la infinita cantidad de opiniones y formas de pensar de los seres humanos. Hay que aceptar a cada individuo, si deseamos su presencia en nuestra vida, sin juzgarlo ni intentar hacerlo cambiar. Y si saben que les será difícil convivir con alguien que posee ideales muy diferentes a los suyos, respétenlo, y con una sonrisa, aléjense sin hacer ningún daño.
sábado, 24 de febrero de 2007
Pequeña Miss Sunshine
Cómo les gusta a los gringos hablar de ellos mismos. En una comparación con México, premiar mañana a Pequeña Miss Sunshine como Mejor Película sería como darle el Óscar mexicano a Todo el Poder o Un Mundo Maravilloso, que son cintas que intentan hacer una crítica social pero que muchas veces resultan obvias y repetitivas.
Este último punto no es el caso de Pequeña Miss Sunshine, pues en realidad las críticas que hace de la sociedad estadounidense -y en general de cualquiera que viva inmersa en un mundo consumista- son frescas y divertidas (del estilo sarcasmo-humor negro), aunque esto no la salva de seguir siendo una película que abusa de los estereotipos.
La historia trata de una niña que sin ser hermosa consigue pasar a un concurso regional de belleza infantil y su familia debe viajar con ella a California por diversas razones: el abuelo porque es quien la preparó para el certamen, el papá porque todo lo que sea competencia lo ve como un reto, y la mamá simplemente para no decirle que no a su pequeña. Al viaje se les unen otros dos miembros de esta típica familia estadounidense (aunque después de todo no resulta tan típica), el tío, un homosexual que al perder al amor de su vida intenta suicidarse, y el hermano de la niña, un joven de quince años obsesionado con Nietzsche que odia a toda la humanidad, incluyendo a sus propios congénitos.
Durante el trayecto todos ellos van sacando a flote sus más profundos conflictos emocionales, para al final darse cuenta que la familia, aunque no se elige, es quien te apoyará en todo momento.
Suena cursi mi explicación, pero en realidad la película no lo muestra así, salvo por una escena donde todos apoyan a la pequeña Olive en la prueba de talento del concurso.
No niego que la cinta sea buena, que tiene un guión bastante interesante y bien fundado, que resulta divertida con un humor muy inteligente, y que tal vez hasta logre mostrar grandes desequilibrios de las familias disfuncionales de la época actual. Sin embargo, no creo que sea una película para la posteridad, y en ese sentido, el Óscar es un premio que debería, en teoría, reconocer a esas películas hermosa, brillantes, llegadoras, artísticas y creativas.
Es probable que esta cinta gane mañana, porque los gringos como lo dije (y son sus premios, debemos aguantarnos) son los más grandes ególatras del planeta. No importa si una cinta habla mal o bien de ellos, mientras los distinga del resto del mundo como si fueran un modelo o hasta un antimodelo a seguir, preferirán con gozo reconocerla.
(Para mí si no es ésta, ganan las Cartas desde Iwo Jima)
Este último punto no es el caso de Pequeña Miss Sunshine, pues en realidad las críticas que hace de la sociedad estadounidense -y en general de cualquiera que viva inmersa en un mundo consumista- son frescas y divertidas (del estilo sarcasmo-humor negro), aunque esto no la salva de seguir siendo una película que abusa de los estereotipos.
La historia trata de una niña que sin ser hermosa consigue pasar a un concurso regional de belleza infantil y su familia debe viajar con ella a California por diversas razones: el abuelo porque es quien la preparó para el certamen, el papá porque todo lo que sea competencia lo ve como un reto, y la mamá simplemente para no decirle que no a su pequeña. Al viaje se les unen otros dos miembros de esta típica familia estadounidense (aunque después de todo no resulta tan típica), el tío, un homosexual que al perder al amor de su vida intenta suicidarse, y el hermano de la niña, un joven de quince años obsesionado con Nietzsche que odia a toda la humanidad, incluyendo a sus propios congénitos.
Durante el trayecto todos ellos van sacando a flote sus más profundos conflictos emocionales, para al final darse cuenta que la familia, aunque no se elige, es quien te apoyará en todo momento.
Suena cursi mi explicación, pero en realidad la película no lo muestra así, salvo por una escena donde todos apoyan a la pequeña Olive en la prueba de talento del concurso.
No niego que la cinta sea buena, que tiene un guión bastante interesante y bien fundado, que resulta divertida con un humor muy inteligente, y que tal vez hasta logre mostrar grandes desequilibrios de las familias disfuncionales de la época actual. Sin embargo, no creo que sea una película para la posteridad, y en ese sentido, el Óscar es un premio que debería, en teoría, reconocer a esas películas hermosa, brillantes, llegadoras, artísticas y creativas.
Es probable que esta cinta gane mañana, porque los gringos como lo dije (y son sus premios, debemos aguantarnos) son los más grandes ególatras del planeta. No importa si una cinta habla mal o bien de ellos, mientras los distinga del resto del mundo como si fueran un modelo o hasta un antimodelo a seguir, preferirán con gozo reconocerla.
(Para mí si no es ésta, ganan las Cartas desde Iwo Jima)
Retumba el viento
El viento golpea la ventana
retumba el vidrio
como un fantasma soplando
aire frío en una oreja.
Adentro no hay sonidos
nada se siente
nada se escucha.
Afuera la vida chilla mortuoria.
Hay música de fiesta
lejos, vulgar, remota.
Cerca sólo el aire
que estremece ramas y hojas.
Un par de perros
muchos ladridos
uno adolorido
otro rabioso
noche eterna de aullidos
siempre, en todas partes.
Una cancioncita pegajosa
un auto lento
un transeúnte indiscreto.
El tren pita
sus llantas gimen entre hierros.
Después, nada se escucha.
Sólo el retumbar del vidrio
un fantasma
soplando en el oído.
La ventana, el murmullo
la melancolía, el silencio.
retumba el vidrio
como un fantasma soplando
aire frío en una oreja.
Adentro no hay sonidos
nada se siente
nada se escucha.
Afuera la vida chilla mortuoria.
Hay música de fiesta
lejos, vulgar, remota.
Cerca sólo el aire
que estremece ramas y hojas.
Un par de perros
muchos ladridos
uno adolorido
otro rabioso
noche eterna de aullidos
siempre, en todas partes.
Una cancioncita pegajosa
un auto lento
un transeúnte indiscreto.
El tren pita
sus llantas gimen entre hierros.
Después, nada se escucha.
Sólo el retumbar del vidrio
un fantasma
soplando en el oído.
La ventana, el murmullo
la melancolía, el silencio.
martes, 13 de febrero de 2007
Martes 13
Para los antirománticos como yo, el 14 de febrero promueve en forma exorbitante todo lo que odiamos en la vida. Cursilerías empalagosas, apodos insufribles, regalos inútiles como peluches y tarjetas, falsedad e hipocresía con personas que ni siquiera son del agrado de uno y que de igual forma se les desea un "feliz día del amor y la amistad".
Pero oh! sorpresa, que un día antes de esta "finísima" celebración, se nos viene encima un martes 13. No soy supersticiosa, pero a algo tengo culpar de mi espantosa, ESPANTOSA, suerte de día.
Desperté como cualquier mañana, con sueño, hambre, flojera y medio embobada, y con una nueva amiga en mi rostro angelical que se asomaba a saludarme. Corrí al espejo porque hasta la cabeza me dolía con aquella protuberancia. Así es, cual puberta, a mí se me acomodaba más aquella frase de "te salió una frente en la espinilla". Tranquila laurita, me dije, no hay nada que el maquillaje no pueda ocultar, así que me olvidé del asunto y me preparé para ir al gimnasio.
Pero oh! sorpresa, que cometí el "costoso" error de dejar mis llaves encerradas en la recámara. Llaves de la entrada, del candado del portón y de mi amado automóvil. Ni modo, me dije, esas cosas le pasan a cualquiera. Así que decidí saltar la reja de mi casa para poder buscar a un cerrajero. ¡Estoy relatando esta historia de milagro!. Descubrí -lo malo fue que ya estando arriba- que ya no tengo la habilidad ni la dulce experiencia de los siete años. Subí valiente hasta el tope de la reja, pero nunca consideré que para bajar necesitaba controlar los nervios y darme la vuelta. Media hora de mi vida aproveché allá arriba para valorar, como nunca, lo hermoso que es tener los pies en la tierra. Cada que intentaba decidirme a bajar, las manos comenzaban a temblarme y me arrepentía. Y ya ni cómo dar marcha atrás a mi aventura. Logré bajar y volver a creer en Dios, las dos cosas al mismo tiempo.
Feliz por mi intrepidez (que nunca volveré a repetir), caminé de mi casa a la Avenida Universidad para encontrar al cerrajero, y ahí, frente a cientos de adolescentes que salían de la Secundaria 4, descubrí que todo era obra del martes 13: el tobillo se me dobló y no pude controlar la fuerza de gravedad. Supongo que mis intentos de sostenerme en pie fueron los que causaron las primeras y más fuertes carcajadas, después, como en cámara lenta, logré caer como bulto al suelo y darme un santo trancazo que no me dolerá tanto como mi dignidad. Me levanté de prisa e intenté no voltear a ver a ninguno de los mocosos desgraciados que se reían sin inhibiciones en mi propia cara. Ni modo, pensé, la culpa la tiene este día.
Y así concluyó mi jornada matutina hasta llegar al trabajo. Cuando creía que en ese lugar podía estar a salvo del karma del martes 13, ciertos conflictos laborales me hicieron darme cuenta que estaba equivocada. Toda una tarde estresante, de malos entendidos, de ilustraciones que no concordaban con los reportajes, de cambios y cambios de esquemas y de espacios, de vueltas, sudor y odios reprimidos.
El saldo fue el siguiente: Una espinilla roja y dolorosa en mi frente, docientos pesos perdidos en el cerrajero, un orgullo dañado por las burlas de los idiotas que hasta gritaron ¡suelo!, y un mail pidiendo explicaciones de por qué Universitarios se mandó tan tarde.
Nunca pensé decirlo, pero espero con ansia el 14 de febrero.
Pero oh! sorpresa, que un día antes de esta "finísima" celebración, se nos viene encima un martes 13. No soy supersticiosa, pero a algo tengo culpar de mi espantosa, ESPANTOSA, suerte de día.
Desperté como cualquier mañana, con sueño, hambre, flojera y medio embobada, y con una nueva amiga en mi rostro angelical que se asomaba a saludarme. Corrí al espejo porque hasta la cabeza me dolía con aquella protuberancia. Así es, cual puberta, a mí se me acomodaba más aquella frase de "te salió una frente en la espinilla". Tranquila laurita, me dije, no hay nada que el maquillaje no pueda ocultar, así que me olvidé del asunto y me preparé para ir al gimnasio.
Pero oh! sorpresa, que cometí el "costoso" error de dejar mis llaves encerradas en la recámara. Llaves de la entrada, del candado del portón y de mi amado automóvil. Ni modo, me dije, esas cosas le pasan a cualquiera. Así que decidí saltar la reja de mi casa para poder buscar a un cerrajero. ¡Estoy relatando esta historia de milagro!. Descubrí -lo malo fue que ya estando arriba- que ya no tengo la habilidad ni la dulce experiencia de los siete años. Subí valiente hasta el tope de la reja, pero nunca consideré que para bajar necesitaba controlar los nervios y darme la vuelta. Media hora de mi vida aproveché allá arriba para valorar, como nunca, lo hermoso que es tener los pies en la tierra. Cada que intentaba decidirme a bajar, las manos comenzaban a temblarme y me arrepentía. Y ya ni cómo dar marcha atrás a mi aventura. Logré bajar y volver a creer en Dios, las dos cosas al mismo tiempo.
Feliz por mi intrepidez (que nunca volveré a repetir), caminé de mi casa a la Avenida Universidad para encontrar al cerrajero, y ahí, frente a cientos de adolescentes que salían de la Secundaria 4, descubrí que todo era obra del martes 13: el tobillo se me dobló y no pude controlar la fuerza de gravedad. Supongo que mis intentos de sostenerme en pie fueron los que causaron las primeras y más fuertes carcajadas, después, como en cámara lenta, logré caer como bulto al suelo y darme un santo trancazo que no me dolerá tanto como mi dignidad. Me levanté de prisa e intenté no voltear a ver a ninguno de los mocosos desgraciados que se reían sin inhibiciones en mi propia cara. Ni modo, pensé, la culpa la tiene este día.
Y así concluyó mi jornada matutina hasta llegar al trabajo. Cuando creía que en ese lugar podía estar a salvo del karma del martes 13, ciertos conflictos laborales me hicieron darme cuenta que estaba equivocada. Toda una tarde estresante, de malos entendidos, de ilustraciones que no concordaban con los reportajes, de cambios y cambios de esquemas y de espacios, de vueltas, sudor y odios reprimidos.
El saldo fue el siguiente: Una espinilla roja y dolorosa en mi frente, docientos pesos perdidos en el cerrajero, un orgullo dañado por las burlas de los idiotas que hasta gritaron ¡suelo!, y un mail pidiendo explicaciones de por qué Universitarios se mandó tan tarde.
Nunca pensé decirlo, pero espero con ansia el 14 de febrero.
De Ana Karenina a Érika Ortiz
En la novela de Leon Tolstoi, Ana Karenina sufre las consecuencias de sus actos. Sumida en un matrimonio basado en las apariencias y no en un sentimiento que la une a su esposo, Ana se enamora perdidamente de Wronsky, con quien mantiene un romance secreto. Cuando queda embarazada de éste, Ana decide confesarle a Karenin su infidelidad, con lo que consigue el divorcio y una vida nueva -aunque nada aceptada por la sociedad rusa- al lado del que considera el amor de su vida. Ana tiene dos hijos, uno concebido en su matrimonio y una bebé nueva con Wronsky, pero ni el amor de madre es para ella una razón de vivir, así que cuando su amante comienza a ignorarla, Ana no puede soportarlo y en un momento de locura se tira a las vías del tren.
Al parecer esta novela, publicada en 1877, expone un tema que no pasa de moda: la depresión en cualquier época y la necesidad de los seres humanos de sentirse amados. Fue el caso de la hermana de la Princesa Letizia, Érika Ortiz, quien terminó hace unos días con su vida y quien lo hizo, dicen, por no haber superado la separación de su esposo.
Pareciera que los tiempos han cambiado, que historias como la de Ana Karenina o Madame Bovary (quien también decide suicidarse cuando es rechazada por sus amantes) están ya alejadas de la realidad.
Es verdad que en la actualidad las mujeres son más independientes y tienen en la vida otras prioridades además del amor. Si Ana Karenina hubiera vivido en nuestra época, lo mejor que podría haber hecho era rentar una casa, conseguir un trabajo, luchar por la custodia de sus dos hijos y seguir, aunque sola, viviendo el día a día.
Si cuando leí estos dos clásicos de la literatura me pareció inverosímil que las dos mujeres se quitaran la vida por desaires amorosos aún teniendo hijos, me llevé una gran sorpresa al enterarme de la muerte de Érika y de la de Anna Nicole Smith (aunque de ésta todavía no se sabe si fue suicidio), pues también dejaron huérfanos a sus dos bebés. La ficción siempre es superada por la realidad, digo ahora.
El miedo es más grande. No es entonces la sociedad quien juzga y obliga a la gente a actuar de manera impulsiva. No es la falta de libertad la que condena a las personas a elegir una falsa salida. Ahora tenemos apertura de creencias, aceptación a las diferentes formas de vida, libertad de elegir lo que queremos y a quien queremos tan sólo guiados por los sentimientos. Pero nada de esto parece ser suficiente. La depresión, que dicen es el mal de la época, dio un giro de 180 grados.
Si Ana Karenina y Madame Bovary se quitaron la vida por no encajar en una sociedad hermética como la de hace más de un siglo, ahora Érika, y tal vez hasta Anna Nicole, lo hicieron justamente por lo contrario. El vacío se vive igual en cualquier sociedad que no controle los límites y termina muchas veces con las mismas consecuencias.
Yo diría que el mal de la época, como lo estableció Darwin, es la simple selección natural. Ya sea por esclavitud o por tanta libertad, sólo los que sepan manejar su propia existencia permanecerán vigentes en un mundo sediento de tragedia. No hay que darle el gusto.
Al parecer esta novela, publicada en 1877, expone un tema que no pasa de moda: la depresión en cualquier época y la necesidad de los seres humanos de sentirse amados. Fue el caso de la hermana de la Princesa Letizia, Érika Ortiz, quien terminó hace unos días con su vida y quien lo hizo, dicen, por no haber superado la separación de su esposo.
Pareciera que los tiempos han cambiado, que historias como la de Ana Karenina o Madame Bovary (quien también decide suicidarse cuando es rechazada por sus amantes) están ya alejadas de la realidad.
Es verdad que en la actualidad las mujeres son más independientes y tienen en la vida otras prioridades además del amor. Si Ana Karenina hubiera vivido en nuestra época, lo mejor que podría haber hecho era rentar una casa, conseguir un trabajo, luchar por la custodia de sus dos hijos y seguir, aunque sola, viviendo el día a día.
Si cuando leí estos dos clásicos de la literatura me pareció inverosímil que las dos mujeres se quitaran la vida por desaires amorosos aún teniendo hijos, me llevé una gran sorpresa al enterarme de la muerte de Érika y de la de Anna Nicole Smith (aunque de ésta todavía no se sabe si fue suicidio), pues también dejaron huérfanos a sus dos bebés. La ficción siempre es superada por la realidad, digo ahora.
El miedo es más grande. No es entonces la sociedad quien juzga y obliga a la gente a actuar de manera impulsiva. No es la falta de libertad la que condena a las personas a elegir una falsa salida. Ahora tenemos apertura de creencias, aceptación a las diferentes formas de vida, libertad de elegir lo que queremos y a quien queremos tan sólo guiados por los sentimientos. Pero nada de esto parece ser suficiente. La depresión, que dicen es el mal de la época, dio un giro de 180 grados.
Si Ana Karenina y Madame Bovary se quitaron la vida por no encajar en una sociedad hermética como la de hace más de un siglo, ahora Érika, y tal vez hasta Anna Nicole, lo hicieron justamente por lo contrario. El vacío se vive igual en cualquier sociedad que no controle los límites y termina muchas veces con las mismas consecuencias.
Yo diría que el mal de la época, como lo estableció Darwin, es la simple selección natural. Ya sea por esclavitud o por tanta libertad, sólo los que sepan manejar su propia existencia permanecerán vigentes en un mundo sediento de tragedia. No hay que darle el gusto.
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